Sábado. Tocan la puerta (¿Tocan
la puerta?). Apenas abro los ojos distingo un 8.10 dormitando en el
reloj. Me pregunto si ese “toc-toc” homicida provino de mis adentros. Silencio. Cierro
los ojos y retomo mi sueño arrechín.
Tocan la puerta. (¡Tocan la
puerta!). Abro los ojos, apuro el cuerpo fuera del reino de sábanas, sacudo el
letargo, me dirijo a la puerta.
“¡Quién!”, improviso sin mayor
interés. Murmullos me responden.
Abro.
Una horda de vecinos empijamados se
han amontonado en las puertas de mis aposentos para lanzar un ultimátum: “El
lunes vamos a cambiar la chapa de la puerta principal y no pensamos darle la
llave. Usted no es el problema, ¿sabe?”. Los empijamados buscan que la dueña
del departamento que acabo de alquilar asome, de una vez por todas, su figura
para pagar deudas pasadas. Claro, tras años de llamados sin respuesta, hallaron
en este pechito la mejor arma para extorsionar a la dama en cuestión.
Soy la carne de este distorsionado
cañón, el único gil que se animó a ocupar este departamento amenazado por
grietas, filtraciones y, ahora, matasietes en pijamas.
Intento persuadir, utilizar mi infalible
cuello para convencer a esta tropa en pantuflas que no pueden arrojarme cual
zapato viejo hacia las lluviosas calles. Pero me doy cuenta que mientras más
hablo, más fruncen el ceño. No me miran a los ojos, no escuchan mis
palabras; apuntan sus lanzas a mi pecho, a mis shores estrechos. Pronto intercambian
miradas y, sin mayores explicaciones, las huestes empijamadas me dan la espalda
y se alejan en romería mascullando dios sabe qué.
Cierro la puerta. Entro al baño.
Me miro al espejo y le pregunto a esa figura lagañosa la razón por las que mis
palabras, lejos de calmar, encendieron. De pronto, de reojo, observo las letras
estampadas en mi polera-pijama: “Festival Transgénero. Sí a la ley de identidad
de género en Bolivia”.
¡Mierda! ¡Mis vecinos…! ¡Piensan
que soy gay!
Y lo que al comienzo parecía
hasta cómico se ha transformado en una cuita, en una demostración en carne viva
de que la intolerancia hacia gays, lesbianas, bisexuales y transgéneros (LGBT) se
mantiene vigente como ayer. Claro, sencillo es decirlo y escucharlo cual cliché de
ONG. Pero nada como calzar los zapatos del otro para experimentar y comprender
a ciencia cierta de qué se habla cuando se menciona la intolerancia hacia quienes han elegido una orientación sexual o de identidad de género distinta a la que natura les dio. Nada como vivirlo.
Desde aquel
amanecer mis vecinos me tratan cual extraterrestre. Ayer nomás me choqué con
uno de ellos en las gradas. Tenían que haberlo visto al pobre encorbatado, arrimando
sus huesos a la pared cual chicle recién mascado para no “contaminarse” con mi “enfermedad”.
El asuntito ha saltado hasta las
redes sociales. Desde que, por mi trabajo, ando promocionando hace más de un
mes actividades LGBT se han generado reacciones variopintas: desde la tía que
cuestiona “pero qué le pasa al javierito”, pasando por quien escribió en mi
muro de Facbook que saque “esas cochinadas”, hasta llegar a la pérdida de más
de una decena de seguidores en Twitter.
Planteadas así las cosas, se ve que será
una tarea por demás titánica para los colectivos LGBT en Bolivia reivindicar ante la
sociedad el derecho de hombres y mujeres a vivir bajo la orientación sexual y
de identidad de género de su preferencia. Titánica cuando continuamos
alimentando cotidianamente la intolerancia hacia el “otro”. Ya utilizando términos
como “gay”, “marica” u “homosexual” para hilvanar el insulto fácil que busca menoscabar
la “masculinidad” (entre los fanáticos del fútbol paceño: strong-gay,
choly-gay); ya alimentando fundamentalismos religiosos que rayan en lo criminal
(la instalación de clínicas de deshomosexualización privadas en Ecuador).
Demasiado profundo se ha
incrustado en nuestra piel ese chip que nos mueve a rechazar todo lo que se
sale de la cuadrícula. Nos asusta aventurarnos fuera de los márgenes y se nos
es sencillo y políticamente correcto condenar a aquellos que así lo hacen.
Por supuesto que no es sencillo reformatear ese chip, lo sé muy bien. Me sucede al cuestionar temas puestos
sobre la mesa del debate como, por ejemplo, los desfiles del orgullo gay
(mucho espectáculo cirquero para mi gusto) o el pedido de parejas gay de, en un futuro, poder acceder a la adopción de niños.
Pero también estoy plenamente convencido de que más
grande aún debe ser la lucha por defender a ultranza las
libertades individuales. Y una de ellas es la libertad de elegir la orientación
sexual y de identidad de género que nos llene como personas libre pensantes.
Por lo menos, la camiseta ya la tengo puesta, pese a quien le pese.
1 comentario:
Del ejercicio de nuestras libertades se trata. Buena Javierito.
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