Ser antropólogo en estos tiempos que corren puede llegar a costarte la vida. Y no me refiero al cultivo profesional de tan sacrificada ciencia social, sino a esa expertise que se adquiere al aventurarse a recorrer los antros de la zona Norte de La Paz. “Experto en antros”, así se presentaba Víctor Hugo Viscarra, escritor testimonial que nutrió cada uno de sus libros con las experiencias recogidas durante su vida alcohólica. Vida corta, claro está. Semejante trajín terminó matándolo. Mientras que a mí casi me mata la imprudencia de intentar aventurarme en tales recovecos. El fin de semana mi propio recorrido antropológico terminó en desastre: con golpes, la billetera vaciada y la certeza de que la verdadera causa de la violencia que nos carcome nos llega a colores y embotellada.
Hace mucho que no recorría estos lugares. Más de una década atrás mis compañeros de “la liga gastronómica” (meseros, barmans y seguridades de boliches de la zona Sur) me descubrieron los locales de remate que se alzaban en la zona del Cementerio y las avenidas Buenos Aires y América. El Kalú, Casa Blanca, Quirquincho… espacios más allá de todo surrealismo donde el ron en jarrita era el soberano. Y no es que ahora esa realidad haya cambiado, lo llamativo es que se haya expandido y degradado. Y así, lo que entonces se mostraba hasta pintoresco, como parte de la construcción de identidad y ajayu de ciudad, ahora asusta.
Me sorprendió ver la cantidad de adolescentes y jóvenes rematando sus ansias de etanol en la avenida Manco Kapac. Ya con las primeras luces del nuevo día, se los veía sentados en las aceras, agrupados en las gradas de tiendas cerradas o haciendo tumulto en las puertas de las licorerías, cuyos dueños no discriminan la venta de bebidas alcohólicas a menores de edad. Incluso incentivaban la compra de tragos “baratitos” de colorcitos que llegan en botellas pep de plástico y que, en algunos casos, ni marca tienen. Alcohol con colorante, digo yo. “20 pesitos, rico es”, sedujo uno de los changos del grupo que adopté circunstancialmente para compartir. “Tomate, pues”, sentenció. Y así lo hice. Y, a pesar de mi estado ya deplorable, sentí ese líquido quemándome hasta la conciencia.
Yo era el mayor, no sólo de este grupo sino del total de grupículos que estaban en una de las cuadras de la Manco Kapac. De la nada se iniciaban altercados y peleas entre ellos o una huayquedada a algún despistado que se acercó a intentar meter mano a una de las chicas que taconeba en zig zag. Además de golpeado, el imprudente terminó con los bolsillos vacíos, sin cinturón ni mochila. Algo similar me sucedería luego. Pero esa es harina de otro costal.
Lo que sí, esa jornada me dejó un sabor amargo. Y no es que de pronto me entró la moralina de despedida treintañera. Pero tengo la percepción de que la “ola” delincuencial que pone en jaque a la policía boliviana no es el resultado del incremento de delincuentes (delincuencia entendida como una asociación creada específicamente para delinquir), sino al exponencial crecimiento de nuestra pasión por el etanol destilado que, al final, nos lleva a hacer huevada y media. Sólo para apuntalar esta teoría, algunos datos a vuelo de pájaro en otros ámbitos de la vida. Según las estadísticas policiales, de cada 10 denuncias de hechos de violencia intrafamiliar, ocho involucraron ingesta de alcohol. En Llallagua, los maltratos a mujeres alcanzan su cúspide los días domingo, día destinado por los machitos a jugar fútbol y beberse la madre para festejar derrota o victoria.
Mis verdugos aquella mañana fueron unos changos que no pasaban los 25 años y que estoy seguro no eran delincuentes ni pandilleros, eran víctimas-victimizadores del alcohol.
Camina por tu barrio y cuenta cuántas licorerías y salones de fiesta hay. Seguro que te sorprenderás. Las facilidades para conseguir un trago, emborracharse y joderte la vida son escandalizadoras. Urge que las autoridades (ya que ni siquiera pueden hacer cumplir la norma de no consumir bebidas alcohólicas en las calles) por lo menos garanticen que lo que bebemos cumpla con los mínimos requisitos, como el contar con la autorización sanitaria. Digo, para que no terminemos todos idiotizados en un mundo ya demasiado idiotizado.
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