lunes, agosto 12

GONZÁLEZ, EL TEATRO EN TIEMPOS DE DICTADURA

Edgardo Darío González (derecha) regala uno de sus dibujos a uno de sus pupilos, Juan Espinoza.
Las transformaciones más profundas que ha tenido el teatro boliviano en los últimos 50 años han tenido sello argentino. Liber Forti (Nuevo Horizonte), César Brie (Teatro de los Andes), Matías Marchiori (Teatro de la Villa) y Edgardo Darío González (Teatro Runa), entre otros tantos, trazaron rutas que aún hoy son transitadas por los teatristas nacionales. Lo celebra así González blandiendo su taza de expresso como si de una espada de juguete se tratase. 

Es un día cualquiera en un café cualquiera de La Paz; día y lugar adecuados para descubrir a un gran personaje.

Son contadas las oportunidades en las que González visita Bolivia. Radicado en España, el titiritero y actor de 76 años salió del país hace más de tres décadas. Toda una generación ha crecido sin conocer su paso por Bolivia. Su nombre -y su gesta teatral- son apenas rememorados.

“Cada vez me jode más la altura”, se queja. E inmediatamente calibra su mirada más cautivadora hacia una de sus circunstanciales vecinas. No pasará mucho antes de que entable conversación con la solitaria muchacha y el sorojchi termine sepultado en algún punto de su inconsciente. Así es González, un maestro para apaciguar las tormentas que lo asaltan con el temple que caracteriza a un gran actor. Y si alguien sabe de tormentas, ése es Edgardo Darío González.

A Bolivia llegó en 1969. Tenía 32 años y a la par de sus títeres trajo consigo a su esposa, Mirta Simoneti, y a su hijo, Dani. A ambos los perdería tiempo después: a la mujer producto de la dictadura argentina y al hijo, años después, a causa de un accidente. 

Pérdidas, ausencias, teatro…; esas las tormentas de Darío. 

¿Por qué es importante el teatro hoy?
“Ninguna actividad creativa es importante. Lo único importante es la vida. Y para ayudar a vivir la vida, para hacerla más liviana, aparece el hombre con la creación. Quizás sea allí donde radique la importancia del creador: hacer más llevadero este valle de lágrimas.”

Edgardo Darío González nació en Salta y su talento lo llevaría a codearse con grandes de las artes escénicas argentinas como Héctor Alterio y Enrique Pinti. Pero él actor sentía que le faltaba algo. “Actuar para esos chiquillos de elegante blazer que llenaban los teatros jamás me llenó. Fue recién cuando conocí los ojos de los mineros de Bolivia, en una breve gira por los campamentos mineros, que descubrí qué era lo que quería hacer de mi vida. Ese era el mundo al que me quería dirigir. Y, al final, no me equivoqué”.
González asegura que recibió el amor de los bolivianos desde el primer día en que pisó esta tierra. Pepe Ballón le abrió las puertas de Peña Naira, le ofreció un colchón y la oportunidad de mostrar su talento haciendo títeres y un espectáculo del teatro del absurdo. 
“Llegué para encontrarme con Barrientos y Banzer. Pero también estaban Pedro Shimose, Jesús Urzagasti, Mabel Rivera y otros que intentaban construir cultura de alto nivel. El sistema los ninguneaba, pero igual entre todos supimos salir adelante”.

Luego de trabajar en varias producciones escénicas, a finales de los años 70 Edgardo Darío González gestó en Cochabamba su mayor aporte a las tablas bolivianas. El salteño había sido invitado por la Fundación Simón I. Patiño para dar unos talleres en esa institución. Allí conoció a un grupo de jóvenes que tenía el sueño de hacer teatro. La conexión entre el maestro y los alumnos fue inmediata y de esa química nació el Teatro Runa y la obra “Vida, pasión y muerte del Atoj Antoño”.
“El gran reto que asumimos fue plantearnos qué íbamos a hacer, qué íbamos a decir a la gente sobre el momento histórico que estábamos viviendo y que ese mensaje fuera coherente con nuestra ideología”.

La obra fue creada de forma colectiva a partir de la lectura de fragmentos de distintos cuentos relacionados a la leyenda del zorro y el tigre. “Luego le pusimos el condimento de la música y el color, porque el teatro boliviano no existe si no tiene música y color. Nada de escenografía: máscara, malla y el actor. Un escenario limpio y libre”. 
Juan Espinoza del Villar (Atoj Antoño), Luis Lara y Gonzalo Cuellar (tigre), Juan Carlos Taborga Solís (cuervo), Federico Rocha (conejo) Nayra Gonzales (chanchito), Frida Durán Rivera (pastora) y Patricia Durán Rivera (pastora). Ese el elenco que llevó a casi todo el país una historia simple, universal y eterna: la del opresor y el oprimido, pero no como un mensaje panfletario sino bajo una metáfora sobre el axioma: castigar con la sonrisa. El tigre era Banzer y el zorro, el pueblo. Mineros y campesinos se convertían en cómplices del mensaje y lo agradecían con sus aplausos.

El contexto político era complejo y toda expresión artística con tufillo subversivo era una empresa  peligrosa. El gobierno de Banzer tambaleaba (éste buscaba ser electo vía voto popular), la UDP estaba apuntando a la silla presidencial y Siles impulsaba su campaña para las elecciones. “Cuando íbamos a los pueblos mineros (los actores de Teatro Runa) cantaban al público: ‘reto, te, to, té; vote por la UDP…’ y la gente aplaudía. Incluso llegamos así a los cuarteles y soldados y oficiales se cagaban de risa”.
Tras la gira por centros mineros y poblaciones intermedias del altiplano boliviano y peruano, el Teatro Runa se instaló en La Paz. 

La buena acogida de “Vida, pasión y muerte del Atoj Antoño” sirvió de carta de presentación para conseguir fondos para armar una nueva obra. Todo parecía encaminarse en el sendero correcto, pero grandes tormentas aguardaban.
“Empezábamos a trabajar muy bien y de pronto nos vino el golpe de García Meza, tuvimos que escapar. 10 días nos escondimos en la casa de Lorgio Vaca y, luego, en coche salimos detrás de una carrera automovilística haciéndonos pasar como parte del equipo auxiliar para llegar hasta Cochabamba”.
Propuestas como Teatro Runa se encontraban en las antípodas con la ideología del nuevo régimen militar. Juan Espinoza decidió dejar el país y le siguieron otros miembros del grupo y desde allí el elenco comenzó a escribir sus últimas páginas. 
“Nosotros continuamos trabajando con gente nueva, a pesar de que nos detuvieron en alguna ocasión. Nos bancamos el golpe de García Meza hasta que en 1982 se muere mi hijo en un accidente. Allí yo me derrumbo, yo me desinflo y decido volver a Argentina. Luego me arrepentí. Allí estaba Alfonsín quien, al final, traicionó nuestros sueños. Me arrepentí de no haberme ido con los muchachos (de Runa), pero era tarde. Decepcionado, salí de Sudamérica”.

González inició un periplo que lo llevó por Italia, Estados Unidos y, finalmente, España donde decidió anclar raíces, siempre arraigado a las artes escénicas. Mientras tanto sus alumnos se dedicaban a pasar los conocimientos adquiridos en el Teatro Runa en nuevos escenarios: Gonzalo Cuella Leaño fundó taller en Nicaragua, al igual que Juan Espinoza; Federico Rocha creó el Kusillo y Naira Gonzales se sumó a Teatro Los Andes.

La última vez que Edgardo Darío González subió a un escenario boliviano fue el 2000, invitado por Maritza Wilde para ser parte del menú artístico del Festival Internacional de Teatro de La Paz (FITAZ). “Me encontré con otra Bolivia. No la que conocí ni la que es ahora, pero se notaba que algo estaba cambiando. Nunca me desconecté de Bolivia y puedo decir que este país jamás volverá a ser igual. El Evo y su gente han cambiado Bolivia, mal que le pese a todas las sociales democracias del mundo”.
A pesar de ello, Edgardo Darío González no tiene pensado volver de forma definitiva en Bolivia. “Tengo 76 años y cada vez me cuesta más caminar estas calles paceñas. En España estoy tranquilo. Tengo una pensión por ser Ciudadano Honorario al Mérito Artístico de Salta y otro pequeño ingreso por mis años de maestro. Alcanza para vivir”.

La altura y los recuerdos son las tormentas que tocan a González cada vez que pisa La Paz.

“Debíamos haber durado más, pero la realidad política condicionó nuestra existencia. Y quizás está bien. Entonces teníamos mucho que decir”, reflexiona. Y para un actor convencido de que el momento histórico define al artista, uno sólo puede concluir que el paso de Edgardo Darío González por Bolivia fue vital.

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