domingo, enero 6

GESTA BÁRBARA SE REENCUENTRA

Después de 60 años, los sobrevivientes del movimiento literario más importante del país se reunieron. El pisco, las travesuras y las poesías retornaron así a Sopocachi.


Texto: Javier Badani Ruiz


Es por estos senderos por los que solían correr completamente desnudos en busca de la escurridiza inspiración. Lo hacían por las noches, envalentonados por los poemas del chileno Vicente Huidobro, el efecto del ´chaleco verde´ (pisco) y con los pulmones atiborrados por el humo de los ´sucrenses´.
Es aquí, en el mítico Montículo del barrio de Sopocachi de La Paz, donde a mediados de los 40 este grupo de jóvenes escritores hilvanó hechos insólitos mientras reinventaba uno de los movimientos literarios más importantes que ha habido en el país: Gesta Bárbara.
Hoy, luego de 60 años, cuatro de los sobrevivientes de aquel movimiento intelectual vuelven a reencontrarse en la emblemática plaza paceña para revivir aquellos irrepetibles años de bohemia. Claro, después de tantos inviernos el físico ya no califica para ejecutar tan osadas hazañas, pero la memoria y el espíritu se mantienen todavía intactos.
Ahora, los recuerdos de Valentín Abecia Baldivieso, Armando Soriano Badani, Julio de la Vega y Jacobo Libermann Zelonka brotan desordenados y así, con urgencia, se estrellan contra la reportera. ´Éste era el punto desde el cual los bárbaros realizábamos grandes idioteces y les robábamos las noches a nuestros vecinos´, masculla Libermann. Y Abecia le corrige: ´Les robábamos a sus hijas, dirás´
¡Gesta Bárbara soy yo!
Potosí fue testigo del nacimiento de Gesta Bárbara. Corría el año 1918 y un grupo de jóvenes —liderados por Carlos Medinaceli, autor de la Chaskañawi, y el peruano Arturo Peralta (cuyo seudónimo fue Gamaliel Churata)— se juntó para agitar las letras bolivianas bañadas por el romanticismo francés. Su premisa, entonces, era el introducir las nuevas corrientes modernistas.
Con intermitencias, este grupo publicó hasta 1926 una revista donde se fomentaba la crítica literaria y los versos iconoclastas. Sin embargo, aquellas inquietudes se fueron opacando por el alejamiento paulatino de la mayoría de sus miembros.
Tuvieron que pasar dos décadas y el fragor de la Guerra del Chaco hasta que un grupo de jovenzuelos de versos quinceañeros, la mayoría culminando el colegio, revivió en La Paz a Gesta Bárbara. Y fue el viernes 7 de diciembre de 1944 en la biblioteca Andrés de Santa Cruz donde Beatriz Schulze, Valentín Abecia, José Federico Delós, Federico G. Varela, Santiago Schulze, Óscar González Alfaro, Héctor Burgoa, Fausto Aoiz, Alfredo Loaiza y Gustavo Medinaceli firmaron el acta de fundación del movimiento.
En esos años eran contadas las actividades culturales en La Paz. Y la mayor parte se concentraban en recitales, declamaciones y algunos conciertos con cierta influencia argentina. ´Era un ritmo artístico aburrido. Por eso, nos propusimos hacer temblar aquel medio pacato´, se justifica Valentín Abecia.
Pero no todos recibieron con buen agrado aquel nuevo emprendimiento juvenil. Uno de ellos fue Carlos Medinaceli, quien respondió de manera furibunda a una invitación para escribir un artículo en la repuesta revista literaria. ´Jovenzuelos plumíferos, ¡yo soy Gesta Bárbara! Cómo me piden escribir en una publicación que engendré hace años´. Pero tres años después el destacado literato les felicitó. ´Vuestra acción nació de la voluntad creadora de un pueblo. Que siempre diga América india: ¡Presente, la juventud de los Bárbaros!´.
El anaquel del grito
A mediados de los años 40, la sociedad paceña dependía en gran medida de las fecundas minas de Oruro y Potosí. Y, por aquel entonces, las altas esferas conservadoras y los intelectuales presumían de una marcada influencia europea. Ese fue justamente el caldo de cultivo de la segunda Gesta Bárbara.
´Queríamos generar una tribuna de pensamiento y con gran suerte nos abrieron las puertas los mejores centros culturales y los intelectuales también nos apoyaron´, asegura Armando Soriano Badani.
Al inicio, Gesta Bárbara incluía a pintores, escultores, músicos y escritores. Con los años, sin embargo, este movimiento quedó restringido sólo a los literatos.Y fueron los jóvenes escritores quienes comenzaron a llamar la atención de la sociedad con actividades como ´El anaquel del grito´ o ´El inventario de una mujer´, donde ´decíamos rebeldes verdades y solemnes disparates´, dice Soriano.
En su mayoría, ´nuestros versos eran oscuros. No hacíamos poemas a la ternura de las mariposas´, destaca Libermann.
De todo el grupo, era Gustavo Medinaceli —uno de los primeros en introducir en el país elementos del surrealismo europeo— quien lideraba ese cambio con obras como ´La niña del sístole inconforme´. Las metáforas utilizadas por ´el poeta loco´ ya nada tenían que ver con las expresiones pegajosas utilizadas hasta aquel entonces.
Estos intentos por emular la avasallante literatura de cambio liderada por Proust, Laurence y Joyce alarmaron a los intelectuales nacionales, que fomentaban a los considerados clásicos de las letras.De herejía, por ejemplo, calificó un profesor cuyo apellido era Díez de Medina a un verso de los bárbaros que exclamaba: ´Dadme de beber en el vaso negro de tu sexo´.
Atados al amor
En su buena época, el beso de la muchacha más simpática era el premio que recibía el autor galardonado en los juegos florales que solía organizar la Gesta Bárbara.
Su sitio preferido era el local Domec, en El Prado. Desde su terraza, ataviados con las más elegantes corbatas, los jóvenes observaban deambular a las adolescentes para luego tratar pícaramente de conquistarlas con algún osado verso.
´Serás mía o de nadie. Mi amor es como un barco que ancla en cada puerto´, les susurraba Abecia. Y cuando la dama intentaba escapar, De la Vega exclamaba: ¿Qué sabes tú mujer... Qué sabes del amor a manos llenas? A la distancia, mientras, invadidos por su timidez, observaban el llamado poeta de los niños, Óscar Alfaro, y el periodista Mario Guzmán Aspiazu, más conocido como Sagitario.
Pero cuando de extravagancias se trataba, Gustavo Medinaceli, según Jacobo Libermann, se destacaba.
´En una ocasión se pegó un tiro en la mano para que su madre lo internara en una clínica que estaba al lado de la casa de su enamorada. Así, con su cabestrillo, salía todas las mañanas a verla´, narra el escritor, que tampoco consiguió salvarse de las travesuras del amor.
´Surgió el falso chisme de que me iba a casar con la hija de un militar. Al enterarse, el padre dijo: ¿Este judío se va a casar con mi hija? Antes yo lo mato a balazos, carajo´.
La amenaza provocó que los bárbaros se armaran de piedras y cual manifestación se dirigieran a apedrear los vidrios de la casa del militar al tiempo que gritaban: ¡Viva Libermann! ¡Muera el coronel!
Un clan literario
Ingresar a Gesta Bárbara no era sencillo. Los aspirantes debían probar plenamente sus cualidades intelectuales y esperar después una invitación personal para conformar el movimiento cultural que tuvo su refugio en el suplemento Cuadernos Literarios del periódico Última Hora, donde ingresaron por casualidad.
´Alfredo Alexander, propietario, fue designado presidente del Banco Central de Bolivia y el director del medio recibió un cargo diplomático´. Entonces, ´Ultima Hora quedó a cargo de Carlos Montaño Daza, quien nos abrió las puertas del periódico para que hiciéramos todo lo que quisiéramos´, rememora Abecia, quien pudo desarrollar allí sus aptitudes historiográficas.

La muerte del alma
Con todo, y a pesar de haber traspasado los límites de La Paz —Gesta Bárbara de 1918 se centró a Potosí y la de 1944 se replicó en Cochabamba y en Tupiza—, el movimiento literario paceño comenzó en los años 60 a dispersarse poco a poco después de la súbita muerte de Gustavo Medinaceli, el alma de los bárbaros. Su partida, en el año 1957, cuando tenía únicamente 34 años, caló hondo en los que fueron sus compañeros de aventuras.
Además, al igual que Medinaceli, muchos de los miembros de Gesta Bárbara terminaron su vida muy temprano. Es el caso de Jaime Canelas, Héctor Cossío Salinas y Gonzalo Vásquez. Otros, por su parte, se alejaron sin dejar rastro, como Carlos Mendizábal, Ramiro Bedregal y José Federico Delós.
´Hemos quedado los que no servimos´, susurra Julio de la Vega, mientras cansino y sin decir adiós aleja sus lentos pasos del Montículo. Entonces, una vez más sus compañeros dejan paso a los recuerdos.
´Este es el inventor de los bloqueos, pues´, exclama Libermann y su tembloroso dedo índice apunta hacia la espalda de De la Vega.
´Una vez, se ha tendido por dos horas en medio del camino del tranvía que había en la ciudad de Cochabamba. Todo para demostrarle su amor a una chica que vivía al frente de la vía´, complementa Soriano.
De pronto, las risas dan paso a la melancolía. ´Se nos ha ido la vida... pero con dignidad, escribiendo poemas. La rebeldía, esa dama de hierro, todavía sigue viva en nuestras entrañas´, concluye Abecia. Y con esas palabras la grabadora se detiene. Es hora de dirigirse a la esquina de las calles Ecuador y Aspiazu, como si la hora de la tertulia volviera a comenzar, pues allí, en los años 40, era donde se servían los mejores piscos que se conocían en La Paz.

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