He decidido dedicar este 2013 a narrar la historia de un asesinato, adentrarme en el universo de un asesino. Pero no lo haré solo. Será, espero, una experiencia compartida con quien así lo desee. La metodología es la siguiente: Periódicamente subiré a este sitio los avances del cuento. Si alguien le interesa, podrá sugerir cambios al texto o correcciones de sintaxis y de ortografía escribiendo al e-mail javierbadani@gmail.com. La idea es que el cuento -con o sin ayuda- debe ser culminado como máximo en diciembre de 2013.
¿Te animas a ser parte de este proyecto literario? Espero que sí. A continuación, comparto los avances del cuento.
Melquiades aseaba meticulosamente el cuerpo de su víctima el día en que el calor del universo abrasó la Tierra. Lejos de la penumbra de aquel sótano el mundo entraba en pánico. Los cuerpos comenzaban a retorcerse en las calles en dolorosos espasmos musculares a causa de la extrema canícula. Pero el universo de Melquiades era imperturbable. Los chorros de sudor que nacían como vertientes de sus poros no frenaban el delicado vaivén con el que se enfrentaba a la lacerada piel de la niña muerta.
Sus húmedos dedos bailoteaban sobre ella con la levedad de una bailarina de ballet. Elegantes se elevaban de la maltratada piel para hacer una pausa en el aire y descender luego, ligera y suavemente, sobre una nueva herida. Parecía que no quería dañarla más, salvarla de revivir el horror que había protagonizado horas antes. Pronto Melquiades apegaba la nariz para hurtar el aroma a sangre seca que coloreaba aquel cosmos quebrantado. Se alejaba y, aún aturdido por el olor, empapaba la esponja en agua tibia y embestía aquellas insubordinadas manchas rojizas que se negaban a desalojar aquel desierto.
¿Cuál era tu nombre, ma-mi-ta?
Pronto se centró en el desfigurado rostro de Isabel. Poco había quedado de aquellos rasgos delicados y simétricos que eran capaces de conmover al mundo. Melquiades aseaba a un monstruo, su monstruo; un engendro de hematomas que había moldeado con violencia toda la madrugada.
El mallugado cuerpo de la pequeña se encontraba extendido boca arriba sobre el camastro de metal donde, de niño, Melquiades solía refugiarse para arrancar los vestiditos a las barbies de su hermana para luego ataviarlas con la ropa de Ken.
Isabel tenía los labios deformados y entreabiertos; los ojos amoratados y la mirada incrustada como saeta en el techo. Parecía que antes de morir había intentado traspasar con la mirada aquel muro enmohecido; abandonar su cuerpo en ese tormento inexplicable y salvar el alma teletransportándola hacia el regazo de su madre. ¿Acaso no hacían eso los personajes de los dibujos animados que tanto le gustaban? ¿Por qué el truquito no funcionaba ahora que más lo necesitaba?
La de Isabel no era la mirada de la muerte, era un espejo astillado que impregnaba cada rincón de la habitación con el destello del espanto. Melquiades se estremeció al sentir el peso de aquel sombrío universo, pero inmediatamente se supo satisfecho, convencido de que había culminado una obra maestra. Sentía que su trabajo bien merecía el reconocimiento universal, pero en ese instante el deleite estaba reservado solo para él.
Rememoró la extraña agitación de su corazón cada vez que la hebilla del cinturón desgarraba las membranas de la piel de Isabel, los instantes en que sus manos aplacaban los arrebatados chillidos con sopapos y violentas palmadas en la nuca.
Todavía su lengua maceraba el sabor salino que había arrancado de la espalda de Isabel con mordiscos atropellados. Y mientras su paladar cataba aquella sabia infantil, concluyó que estaba pisando tierra virgen, que había cruzado una frontera que ningún artista había tocado antes: había tomado una vida para moldear la muerte; había acariciado el poder de Dios.
¿Mucho te ha dolido?
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