jueves, mayo 18

Escuchar en medio de la selva digital

Uno de los razonamientos en torno a la libertad de expresión que más me mueve es aquella que apunta a que la libertad de expresión no está completa tan sólo con el hecho de garantizar el derecho a expresar una opinión, sino que se consuma el momento en que nos abrimos a escuchar aquello que nos irrita, aquello que no nos gusta oír. 


Es decir que el derecho a la libertad de expresión no sólo debe garantizar que mi voz sea escuchada, ni que la voz contrapuesta a la mía sea oída, sino que debe apuntalarse en la capacidad de que unos y otros -por más que nuestras ideas habiten en las antípodas- afinemos bien los oídos, abramos la mente y busquemos alimentarnos de los contrapuntos.
Si se dan cuenta, esto implica que la libertad de expresión es un paquete que no viene tan sólo cargado de derechos, también conlleva deberes. El deber de escuchar la voz discorde, el deber de intentar entender sus razones para contraponerlas a las mías. 
Tesis-antítesis-síntesis.

Cualquiera diría que en la era digital estaríamos celebrando polifonías. Después de todo, la voz del otro está a tan sólo un clic de distancia. Fuera del hecho de que la dictadura de los algoritmos nos encajona en una burbuja de opiniones parientes a las nuestras, tenemos la posibilidad de sacar la cabeza de esa burbuja y ver más allá de lo que nuestros preconceptos nos permiten ver. Pero lamentablemente esa posibilidad queda en la mayoría de los casos tan sólo en eso: en una posibilidad técnica que conocemos está ahí pero que muy pocos nos interesa poner en acción. 

Pareciera que la mayoría estamos muy cómodos atiborrándonos hasta el hartazgo de opiniones e informaciones que sedimentan nuestras ideas y descartando aquellas que simplemente no lo hacen. Claro, recurrimos a las posibilidades técnicas cuando estas nos ayudan a limpiar el barrio: ya bloqueando a quien piensa distinto, ya sumándonos a linchamientos digitales. Ya recurriendo al pastelazo como práctica de replica de ideas, ya compartiendo información que –aunque no sepamos a cabalidad si es real o no- apuntalan nuestras creencias. Y así, en vez de habitar el ansiado ágora digital nos estamos conformando con levantar guetos digitales donde permeamos las ideas y nos escuchamos entre convencidos. 

¿Cómo podríamos llegar a acuerdos si sólo escuchamos lo que nos conviene? 

Es necesario que reflexionemos sobre esto, pero no desde el pesimismo sino desde el optimismo. Porque sí hay motivos para la esperanza en que las tecnologías de la información nos ayuden a edificar mejores hombres, mejores mujeres, mejores seres humanos. Porque sí hay iniciativas que nos mueven, que nos hacen comunidad, que nos activan, que construyen democracia, que promueven la deliberación. Porque las circunstancias en las que vivimos hoy exigen cada vez más la acción ciudadana como colectivo organizado. Y qué mejor herramienta para organizarse que internet.

Allí están los cibernautas que no dudaron en responder al llamado en redes sociales para apoyar la movida #ApoyoDiscapacitados, esos que no se conformaron sólo con poner “Me Gusta” y salieron a la carretera a empujar las sillas de ruedas de mujeres y hombres discapacitados, o los que dejaron su zona de confort y se animaron a confrontar sus posiciones en torno al #21F con argumentos a través de hangouts públicos, o los que están dispuestos a acercarse con respeto a las luchas de colectivos LGBT y de movidas por la despenalización del aborto aún cuando no creen en ellas. Ese es el ágora digital que debemos habitar. 

Hay que reflexionar, sí, pero dejando de apuntar al otro y cuestionándonos qué hacemos individualmente en este complicado pero apasionante entramado digital. ¿Cuán dispuesto estás tu a escuchar y tratar de entender al que piensa distinto?

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