Extraño al Evo de la chompita a rayas. Ese que compartía un modesto alquiler en Miraflores, que tomaba su té en una jarra de metal y que tenía que planchar sus pantalones. Ese hombre invitaba a soñar. El Evo de hoy, que con tan sólo el movimiento de un dedo de su mano puede obligar a un ser humano a arrodillarse para amarrarle los huatos de sus zapatos, me provoca desazón.
Me acuerdo el momento en el que decidí votar por Evo, el 2005. Veía en la Tv la transmisión del debate de candidatos a la Presidencia organizado por los empresarios privados, en Santa Cruz. Evo vestía jeans y una camisa manga corta, nada que ver con los “glamorosos” candidatos de siempre. Cuando le tocó el turno de subir a la palestra (era el último), estaba todo sudado. Se notaba su nerviosismo, estaba incómodo. Sabía que encaraba a un público que, en el fondo, despreciaba sus propuestas, sus orígenes sindicales y su piel india. Surgieron las primeras risitas desde el público asistente. Evo se secó el sudor de la frente con una servilleta de papel, acomodó como pudo sus documentos y llevó con torpeza a sus labios la botella de agua que había sido dispuesta en la tarima. En su desesperación, terminó mojándose la camisa. “¡Usá el vaso!”, se oyó distante y las risitas mala leche se multiplicaron. Fue en ese preciso instante que decidí votar por Evo Morales Ayma y desde ese momento he venido aportando al proceso de cambio. Sí, aportando: con mi voto y mis acciones, tal y como lo vienen haciendo miles de bolivianas y bolivianos muy a pesar de la paradoja que significa que los principales líderes de este proceso se alejen cada vez más de los postulados que un día nos conquistaron. A pesar de ello, seguimos creyendo y apostando al cambio. Porque no es necesario ser autoridad, político, servidor público, dueño de una polerita del Che; miembro o dirigente del partido, antiimperialista, integrante de un movimiento social, apasionado izquierdista o groupie del socialismo del Siglo XXI para sumarse a un proyecto que, al final, apunta a la construcción de un mundo mejor. Sólo basta con creer en que el bienestar del ciudadano y el respeto por los derechos individuales y colectivos son mucho más importantes que los designios globales de un capitalismo neoliberal que no hace más que ver consumidores allí donde hay ciudadanos y que le interesa más el buen desempeño macroeconómico y la dicha de los mercados que el bienestar del ser humano.
Y así como este proceso no exige mayor credencial que las acciones propias, tampoco tiene propietario ni único adalid. Decir lo contrario es engañar y manipular el miedo para eliminar la esperanza. Asegurar que sin Evo más o menos que se desatará el Apocalipsis es irresponsable y lo único que hace es poner en duda la fibra y trascendencia de este histórico proceso de transformaciones. Peor aún, no hace más que menospreciar la madurez de una ciudadanía que –parecen olvidar- supo con sus acciones y con su voto castigar la vieja política y depositar sus esperanzas de cambio en Evo y su entorno. Y es esa sabiduría -que gatilló el cambio- la que no permitiría hoy que se vuelvan a abrir espacios de poder a aquellos que tan mal nos gobernaron.
Evo no es sinónimo de proceso de cambio. Es su líder y más visible impulsor, pero no es su único paladín. No puede serlo. La sostenibilidad de un proceso de transformación tan profundo, que apunta a largo plazo y que tocará a varias generaciones no puede depender de un solo líder. Especialmente si hoy ese líder –y quienes lo acompañan- han antepuesto la pulsión del poder y las pasajeras veleidades que la acompañan sobre la envergadura de los cambios estructurales que se prometió y que aún requiere transitar el país.
Bolivia no es la misma, claro está. Hemos avanzado, no hay ninguna duda. Pero se trata de un avance a media máquina basado en la estabilidad económica, que se ha quedado en la superficie y que no ha logrado penetrar a profundidad para trastocarnos y trastocar las estructuras coloniales que seguimos arrastrando. El armazón del país conservador donde las mayorías son marginadas, las minorías discriminadas y donde las decisiones de Estado se supeditan a los humores del mercado sigue aún en pie. Y no caerá con simples simulacros. No basta con apuntar al capitalismo neoliberal como el mal que nos aqueja social, política y económicamente, hay que transformarlo con una alternativa innovadora. Y, créanme, nada de innovador hay en ofrecer bonos del Estado Plurinacional de Bolivia en la meca del capitalismo: Wall Street. Nada de innovador hay en abrir los parques nacionales al hambre del capital. Reformar el sistema implica permitir minimizar los costos sociales que provoca la acumulación capitalista y no así acelerar las brechas. En definitiva, se requiere de mucha gestión y de una visión ética y transformadora que se sobreponga al simple discurso encendido que sólo es bueno para mover aplausos.
El pragmatismo como táctica de equilibrio político ha pesado más que los túmulos ideológicos en los que se sostenía la base del proceso de cambio boliviano. Lo demuestra el acercamiento del MAS a grupos radicales y conservadores del Oriente que incluso lucharon a Evo usando la violencia. Lo demuestra la humillante pleitesía que se rindió al Papa sólo para acercarse al corazón de los católicos. Lo demuestra la vergonzosa fractura en el que se encuentran hoy los movimientos indígenas, cuyos territorios y culturas se ven amenazados más que nunca por la arremetida del mercado que desesperadamente buscan fuentes de energía.
Pero lo más preocupante en esa línea de pragmatismo político radica en que las principales reformas estructurales –las de fondo- que fueron planteadas el 2005 han quedado en enunciados que sólo nos han servido para adornar los discursos, que nos hacen quedar muy progres fuera de nuestras fronteras, pero que, en los hechos, hoy están cubiertos de polvo y telarañas. Las transformaciones culturales, de mentalidades y de subjetividades se estancaron en la teoría y no hallan canales claros en la práctica cotidiana, ni siquiera en el quehacer cotidiano de las instancias públicas.
¿Qué se ha avanzado en el proceso de descolonización? ¿Qué signos concretos tenemos del Estado Plurinacional? ¿Dónde encontramos en la práctica el Vivir Bien? ¿Dónde quedó el Estado laico? ¿Son los obreros los que dirigen las empresas públicas o son los acorbatados de siempre? Si nos ponemos a analizar una a una estas simples preguntas concluiremos que hay un saldo negativo. Ni siquiera se ha logrado combatir esa arraigada idea de la corrupción como forma normal de hacer política.
Bien lo decía José Saramago: “Cuando la izquierda llega al poder, no usa las razones por las cuales ha llegado. La izquierda deja de serlo muchas veces cuando llega al poder y eso es dramático”. Y esto duele, especialmente para quienes –sin necesidad de abrazar al partido oficialista- estamos convencidos que al proceso de cambio le asiste la razón de quien propone que se construya un mundo mejor ante el colapso del ser humano.
Las energías del Gobierno se han orientado a la polarización más que a la consolidación del nuevo Estado. Dejaron que las profundas reformas planteadas el 2005 queden en lo simbólico. Creyeron que sólo incluyéndolas en una nueva Constitución el resto llegaría por añadidura y se dedicaron sin tregua a consolidar su poder barriendo a los opositores y las voces críticas internas. Y en el ínterin dejaron que se rompa la conexión con el ciudadano. Se alejaron, como sólo el poder puede llegar a hacerlo, de la base real de este proceso. Y así han dejado que las fuerzas conservadoras se abran paso en una batalla que es cultural, no política. Lo que sucedió en la Alcaldía de El Alto es sólo una muestra de ello.
Un puñado de dirigentes de movimientos sociales monopoliza la comunicación entre gobernantes y gobernados. Son éstos la muralla donde se estrella nuestra voz y, claro, la de quienes nos gobiernan. Son estos dirigentes quienes administran las voces de sus bases según su antojo y utilizan a la masa en actos públicos de aclamación sólo para demostrar su músculo y así exigir beneficios para su sector, beneficios que mayormente sólo llegan a otro círculo minúsculo de dirigentes.
En 10 años ni a las autoridades ni a los representantes nacionales y locales les ha interesado generar canales directos de interrelación con el ciudadano. La gran mayoría de bolivianxs, por ejemplo, ni siquiera conoce a lxs asambleístas que lo representan, peor aún ha tenido la posibilidad de plantearle sus inquietudes.
Demasiado daño le han hecho a este proceso los silencios, los cómplices y los impuestos. Primero la de valiosas personalidades dentro del proceso que –en vez de ser la voz crítica que oriente- se han transformado en simples aduladores del poder. Otros que intentaron alzar la voz han sido marginados debido a la incapacidad de los líderes de este proceso de entender y valorar la heterogeneidad que habita el complejo universo del proceso de cambio. Los contrapuntos, las variaciones en los contextos políticos y las diferencias culturales lejos de ser entendidas como fuerza colectiva han sido combatidas sin tregua en busca de una homogeneidad absurda.
Claro, responsables también somos los ciudadanos que apostamos a este proceso, por nuestro silencio, por nuestra complacencia, por nuestros miedos, por nuestros “ni modo”. Ese es el peor daño que erosiona este proceso.
La verdad es que no tengo idea de cuál será el desenlace final del referéndum de febrero. De lo único que estoy convencido es de que para las próximas elecciones presidenciales los liderazgos del proceso de cambio deben cambiar. Necesitamos personas que retomen las raíces, con o sin Evo. La tarea es gigante y cada uno tiene su parte y responsabilidad ante la historia. Ojalá y estemos, pues, a la altura de los desafíos.
3 comentarios:
Eso es cierto estimado, pondré mi granito de arena.
Muchas lindas palabras pero Evo es lo unico nuevo en mas de 200 años asi que mejor pensar palabras o Evo
Gran reflexión. Salió en algún medio impreso?
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