“No tienes la más puta idea de lo jodido que es ser mujer, ¿no?”, arremete.
Me río.
Ella no.
Me siento un gil y borro la sonrisa de cojudo.
“Sí, y si encima eres alguito atractiva, te la dedico”, complementa.
Hay irritación en la voz de “D”. La misma que la llevará minutos después a mostrarme en su celular los mensajes que ha ido recibiendo de un par de sus jefes y otros colegas de su nuevo trabajo: una telefónica donde lleva más de un año laburando.
Facebook, WhatsApp, SMS… “Escogé”, conmina, mientras desbloquea su celular.
Hay de todo. Desde un “inofensivo” “hola, qué planes esta noche” hasta “No dejo de pensarte, ¿qué hago?”. Me sorprende descubrir entre los textos el de un reconocido personaje sesentón de aire bonachón. “Mira lo q te estas perdiendo mami”, le escribe bien entrada la madrugada, para luego rematar con la foto de un fricasé y una cerveza.
“D” tiene 37 años y es atractiva, mucho. Pero además es soltera por decisión. Es decir que ante la jauría de machos es la hembra ideal a la que acometer. No se lo digo, claro. Pero lo pienso y me estremezco. Porque me pregunto las veces que habré actuado igual, como una bestia que disfraza su arrechura con un supuesto arrebato de galantería. Lo hice, claro que sí. Porque no es necesario ser un vulgar metemano para ser un acosador. Basta con sentirte con el derecho de mandarle poemas, simplemente porque sí; sonreírle hecho al galán de feria mientras su pareja nos da la espalda; lanzarle entre chistes el bobo halago picantón sobre su cuerpo.
Pienso en las mujeres de mi vida. En las amigas, familiares y parejas. En todas las ocasiones que habrán pasado algo similar, callando el acoso para evitar problemas. Normalizando la violencia porque no tienen otra alternativa. Como “D”, que ha optado por salvar la situación con diplomacia. No tiene otra opción. Ya perdió un trabajo por denunciar a su supervisor, quien la había conminado a salir a bailar con él para asegurarle “que sea más sencillo tu trabajo”. Le pidieron pruebas del supuesto acoso. Sólo tenía su palabra, la historia de una solterona que de seguro estaba acostumbrada a usar su belleza a su favor: para lograr favores o para joder a otros. No la despidieron, no fue necesario. “Los mismos colegas comenzaron a inventar cosas: que era lesbiana; que era amante de los jefes; que había amenazado al supervisor para que se separe de su esposa para que esté conmigo… No aguanté, renuncié”.
Me siento incómodo. Me molesta la pasividad con la que “D” me cuenta su experiencia. Pero luego concluyo que, como pasa con muchas mujeres, con los años no le ha quedado más que resignarse a convivir con el acoso de los hombres. Porque no hay instancia que la defienda; porque el machismo todo lo desborda, manchando hasta las leyes que están llamadas a protegerla. Lo único que puede hacer ahora es documentar los mensajes de acoso en su celular como un triste catálogo de la bestialidad masculina.
“Con los colegas ya he aprendido a manejarme. Evito las fiestas de confraternidad, son las peores. Se chupan y se despierta su animalidad. Pero con los jefes es otra cosa, es jodido. Cansa, ¿sabes?”, concluye, clavándome la mirada.
No sé qué decirle. Acelero mi vaso de gin. Siento vergüenza. Su mirada me quema, siento que de pronto en mí ha llegado a corporalizar a todos los cabrones que la han jodido. Me salva el sonido de un mensaje entrante en su celular. “D” revisa su teléfono. Luego me mira con sarcasmo mientras aproxima a mi rostro la resplandeciente pantalla.
Vaya asco el ser hombre.
1 comentario:
Este tema me ha estado rondando ultimamente. Tu publicación me parece refleja mucho de lo que las mujeres padecemos. Pero tú particularmente pareces tener conciencia de ello y eso es moverse a un lugar distinto. El machismo, la cosificación de la mujer son hechos que se inculcan al hombre por muchas generaciones... ahí están los 500 años de colonialismo español... Sin embargo, darte cuenta, detenerte.. es empezar una historia nueva... creo yo.
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