miércoles, septiembre 23

VALDIVIA, UN JAILÓN TRAS EL PREMIO OSCAR

La apuesta de Juan Carlos Valdivia con "Zona Sur" fue muy alta. Y, sin duda, el cineasta salió victorioso. Su película es, en mi opinión como simple espectador, una de las mejores que se han realizado en Bolivia en los últimos años. Sin necesidad de grandes presupuestos, la contratación de "estrellas" ni de tanta alaraca, Valdivia nos regala un largometraje poético en el manejo de las imágenes y una trama con una mirada intimista de aquel colectivo social conformado por miembros de la clase alta paceña. Y aunque el propio Valdivia lo haya negado en más de una ocasión, él también es un jailón. Y claro, el ser jailón no implica tener los bolsillos llenos de billetes, atesorar más de una cuenta en dólares en los bancos o vivir en la zona Sur. Es una complejo tejido identitario que cuenta con sus propios códigos y sus propias realidades; elementos estos que corren de forma paralela a la realidad social y política que vive la mayoría en el país. No cualquiera puede ser un jailón y en La Paz no deben pasar de las 20 familias.
En un esfuerzo sincero, Valdivia ha confrontado su trabajo con la clase media y la clase alta paceña. Propició debates en torno a la temática y anotó las críticas. Es decir que su búsqueda va más allá de la simple creación artística. Sería interesante que haga este mismo ejercicio en zonas como Chasquipampa o Ovejuyo, donde habitan gran parte del servicio doméstico que trabaja en las mansiones de la zona Sur. ¿Cuál será su veredicto ante el filme? ¿Se sentirán identificados?
Ahora "Zona Sur" opta por una de las cinco nominaciones al Premio Oscar como Mejor Película en Idioma Extranjero. Creo, y espero equivocarme, que la producción de Valdivia no funcionaría fuera de las fronteras del país, incluso no creo que lo logre fuera de La Paz.
Lo que hace bella a una película, además del guión y el trabajo técnico, son sus detalles; y en "Zona Sur" abundan y se encajan en lenguajes paceños y, en menor medida, bolivianos.
Sólo basta percibir las reacciones que surgen en la salas de cine paceñas cuando, por ejemplo, el pequeño Andrés (Nicolás Fernández) silva el Himno Nacional recostado en el techo de su casa. Esa imagen pega, pero ¿entenderán esta escena en el exterior? "¿ahora el niño silva el Himno de Bolivia", se pondrá en los subtítulos del filme? O cuando Patricio (Juan Carlos Koria) enumera a la amante de su hermana, Bernarda (Mariana Vargas), los boliches de su preferencia —Traffic, Forum— y ella le menciona con ironía los suyos —Ojo de Agua, La Costilla de Adán—, ¿entenderá el espectador extranjero que acaban de colisionar dos mundos dispares? ¿Tendrá el mismo impacto para los gringos los diálogos en aymara como lo tienen en el espectador boliviano que no conoce este idioma?
Al final, mi opinión puede ser debatible. Pero lo concreto es que estamos ante una pélícula que pasó los límites de la pantalla grande. Saltó de las salas de cine y ahora nos confronta, con maestría, ante una realidad muy nuestra.

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