martes, diciembre 1

SANTA CRUZ, AGOSTO DE 2005

El siguiente es un fragmento del texto que el escritor mexicano Jorge Volpi publicó en el periódico español El País sobre América Latina. El título del documento es El insomnio de Bolívar.

2. A vuelo de pájaro
Santa Cruz de la Sierra, agosto de 2005
Cuando les confieso a mis amigos mexicanos que me dispongo a
pasar unos días en Santa Cruz, sus rostros no ref lejan asombro:
simplemente no tienen la menor idea de dónde se encuentra ese
sitio y carecen de cualquier tópico al cual aferrarse. Con ese nombre
evangélico y castizo bien podría ser un pueblo remoto de
Guatemala, Venezuela o el propio México. Ninguno imagina que
se trata de la ciudad más boyante de Bolivia porque ningún otro
mexicano que conozca, salvo un par de curtidos diplomáticos, ha
pisado jamás su territorio. Lo reconozco: hace apenas unas semanas

estuve por primera vez en La Paz y Cochabamba, invitado a un
congreso por mi amigo Edmundo Paz Soldán —el Dante de las
letras bolivianas, decía con cálida sorna Roberto Bolaño—, y hasta
entonces tampoco sabía nada de Santa Cruz de la Sierra. Ni, para
el caso, de Bolivia. Para mis compatriotas dirigirse allí resultaría
tan exótico como viajar a Kazajstán, Botsuana o la Luna. La comparación
no es exagerada: La Paz bien podría pertenecer a otro
planeta. Enclavada en el fondo de una olla rojiza en el corazón de
los Andes, a más de 3.000 metros de altura, rodeada —sería mejor
decir sitiada— por las agrestes barriadas de El Alto, con salientes
rocosas que lo asaltan a uno en cualquier bocacalle y una organización
urbana que no es tanto caótica como extraterrestre, la
capital del país no se parece a ninguna otra urbe que conozca. Aquí
los conquistadores y después los gobernantes criollos no se instalaron
en las colinas, sino que prefirieron establecerse en medio de
esta trampa mortal sin prever que con el tiempo los suburbios y
chabolas terminarían por acordonarlos. Pocas ciudades tan fáciles
de asfixiar como ésta: basta bloquear con unas cuantas piedras las
cuatro o cinco vías que conducen a la hondonada donde vive la
clase media y alta, como en efecto hicieron las tropas cocaleras de
Evo Morales en 2003, para aislar a sus habitantes del mundo exterior.
La consecuencia fue la prevista: el impetuoso presidente Goni
Sánchez de Losada envió a la fuerza pública a romper el sitio con
el trágico saldo de varios muertos y decenas de heridos, abriendo
las puertas para que este país abrumadoramente indígena contase
por primera vez con parlamentarios incas y aimaras y, a la larga,
con un presidente de esta etnia, el propio Morales.
Pero ahora no pretendo analizar el nuevo indigenismo latinoamericano,
sino dejar constancia de mi viaje a Santa Cruz, esa
ciudad remota, tan distinta por no decir opuesta a La Paz, esa ciu-
dad plagada de nuevas construcciones, casinos y antros de juego
que no oculta su inesperada riqueza. Los cruceños se distinguen
por ser industriosos y avaros —un poco como los regiomontanos
de México o los catalanes— y las mujeres, blancas o morenas claras,
tienen la obvia fama de ser las más hermosas del país. Aunque
pasé diez días en aquellas tierras, bastante más de lo previsto, no
recuerdo ningún rasgo distintivo de este lugar enclavado en el
corazón mismo de América del Sur. Y quizás esta falta de señas
de identidad sea su rasgo distintivo: una ciudad moderna, estable,
funcional, no demasiado hermosa ni folclórica, sin apenas centro
histórico o edificios coloniales, una ciudad normal, vamos, lo
cual es ya una anormalidad en esta parte del mundo. Al llegar me
entero, sin embargo, de que en unos cuantos días está programada
una huelga general. El objetivo es, como de costumbre, protestar
contra las políticas centralistas de La Paz, la distante capital que
es percibida como una amenaza indígena frente a la orgullosa
tradición criolla de Santa Cruz (y eso que todavía quedan lejos
la presidencia de Morales y las reivindicaciones autonomistas de la
provincia). Paso unos días apacibles deambulando por las calles y
mercados de la ciudad, sin mucho que hacer, en espera del gran
día. A diferencia de mi país, donde las huelgas se han extinguido
gracias a la dócil corrupción de nuestros líderes sindicales, aquí
todo el mundo se toma la cosa muy en serio. Una huelga general
es —nadie lo creería en México— una huelga general. En otras
palabras: nadie trabaja y, lo más sorprendente, nadie puede salir a
la calle en automóvil bajo amenaza de terminar con el parabrisas
apedreado. Como adelanto de lo que habrá de pasar en mi ciudad
en poco tiempo, toda Santa Cruz se convierte, por un día, en
espacio peatonal. Los niños juegan futbol en los bulevares, se instalan
puestos de comida en las esquinas, la gente se conforma sin
dificultad a esta brusca modificación de sus costumbres. Finaliza
el inaudito día de fiesta y los cruceños vuelven a sus casas. Poco
a poco la cadena de protestas cívicas, paros y huelgas dejan de ser
percibidos como interrupciones o molestias y se convierten en la
única vida cotidiana posible en América Latina.

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