Y. es una tipa genial. Es mi compañera de trabajo, una cruceña en cuyos labios cabalga la sinceridad sin ningún tapujo. Anda todo el día canturreando con desafinada voz temas de Leo Dan y Dyango, y hace que mis días como funcionario público sean un poco más llevaderos. Y. tiene una hija de cinco años, María José.
Me contó que hace años descubrió a su pareja siendole infiel y que desde entonces se declaró como "orgullosa madre soltera". El tipo vive en Santa Cruz y apenas da señales de vida. La anterior semana lo hizo, mandó una encomienda a su hija: dos bolsitas de cuñapé y un pantalón que sólo encajaría en el cuerpo de una adolescente de 12 años. “Ni modo, hijita; a nada”, soltó. Pero a María José no le importó el hecho de que tendrá que esperar seis años para vestir la prenda; irradiaba felicidad y durante toda la tarde no dejó de pavonear por la oficina el "pantalón de papito".
Ayer Y. y yo nos quedamos solos en la oficina. Ella se puso sería y me pidió que le diera un consejo sobre el amor. Me reí a carcajadas. Quería decirle que yo era el tipo menos indicado para dar consejos sobre tan intrincado asunto. Que tras 10 años, estaba sepultando mi matrimonio con mis propias manos; que a lo largo de mi vida había venido coleccionando derrotas y sembrando penas en pieles ajenas; que casi ninguna mujer guarda buenos recuerdos míos; que intenté cambiar, pero fracasé y que ahora opté por no intentarlo más.
Pero, al final, acallé mis pensamientos. Después de todo, ¿quién mejor para dar consejos sobre un tema que aquel que ha fracasado en ello? ¿o no?
Me preguntó por qué relaciones que nacen sólidas como robles de selva terminban marchitas como margaritas de jardín público. Le dije que, a pesar de lo que se diga, el ser humano confabula en contra de su propia felicidad, que le teme; que, paradójicamente, buscamos ponerle trabas al corazón; que nunca estaremos conformes con ninguna relación y que siempre creeremos que a la vuelta de la esquina nos esperará algo mejor. Y que demasiado tarde comprendemos que ese algo mejor nunca llegará.
Al final le aconsejé que desconfíe de aquel hombre que intente acercarse a ella a través de su hija, que disfrute más de su piel y ame menos. Intenté explicarle que el amor no existe, que inventamos esa palabra para idealizar un sentimiento, para escapar de la soledad. Pero ni yo entendí mis argumentos, y terminé chipado.
Al final terminé dando una incoherente cátedra sobre el amor de unos 10 minutos. Yo, que de ese bicho no conozco casi nada.
Me quedé pensando en todo lo que dije, esperando su opinión, alguna reacción que me diera a entender que de algo le había servido tanta perorata. Pero ella me miró con pena, me dio la espalda en silencio y volvió a su Leo Dan, decepcionada por tanta burrada mía.
2 comentarios:
Estimado, mis mejores párrafos me salieron durante mis días de funcionaria, será una regla? Por suerte ya me vacuné y ahora surgen libres... creo yo. Me encantó!
Un abrazo,
Ana Rosa
Certero!
Buen relato
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