jueves, noviembre 29

LOAIZA, ESE ARTISTA PERDIDO QUE EL AMOR RECUPERÓ


Una "carita de durazno" fue la culpable de que Alfredo Loaiza cambiara la carrera de Derecho por los pinceles. Y cuando el éxito tocó la puerta del enamoradizo artista, éste decidió nadar contra corriente: abandonar el abstracto de moda y dedicarse al paisajismo figurativo. Esa decisión casi condena al pintor potosino a quedar en el anonimato de la historia del arte boliviano.
Alfredo Loaiza está de vuelta y nada menos que en el Museo Nacional de Arte, donde se ha montado -hasta el 23 de diciembre- una retrospectiva de su trabajo. Que valga la oportunidad para  compartir una de las notas (2005) que más me llenaron personalmente. Loaiza es todo un personaje, una demostración en carne y hueso de que cuando uno hace las cosas impulsado por la pasión, al final siempre prevalece. Loaiza es un hombre apasionado que aún tenemos la fortuna de tener entre nosotros y cuya obra continúa nadando contra las corrientes del mundo del arte, tal y como debe de ser.



Su llegada a este mundo en 1927 no pudo ser más premonitoria. Fue entre los cinceles y los martillos del taller artístico de su abuelo, un bohemio escultor de mostachos a la mexicana, que habitaba una peculiar casa pintada de azul en plena calle Bustillos, en la ciudad de Potosí.
Desde que salió del vientre de su madre, Alfredo tuvo que sobrellevar una pesada carga: la tradición artística de sus antepasados, legado que en más de una ocasión causó conflictos.
Los más conmocionados con su nacimiento fueron su abuelo y su padre, quienes vieron en el recién nacido el último eslabón para consolidar el apellido Loaiza en los fastos de las artes plásticas bolivianas. Con los años llegaría su primera desilusión.
Pronto, los juguetes del pequeño Alfredo adoptaron la forma de pinceles, lienzos y caballetes; herramientas artísticas que el pintor Teófilo Loaiza Enríquez, su progenitor, utilizaba para elaborar aquellos retratos que lo hicieron famoso en todo el país.
Luego, llegó la hora de que Alfredo cumpla el anhelo de su progenitor y entonces sus adolescentes pasos fueron encaminados a las aulas de la Academia de Bellas Artes de su ciudad, donde a regañadientes se formó como dibujante y pintor.
"Yo no quería ser artista", interrumpe el relato Loaiza, cuya trayectoria artística fue galardonada este 2005 por la Alcaldía de La Paz con el premio Obra a una Vida, del 53º Salón de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo. Para celebrar este reconocimiento, su familia armó una retrospectiva en la sala Cecilio Guzmán de Rojas.
Una vez culminados sus estudios artísticos, Loaiza marcó distancia con su nuevo oficio —a los 16 años había expuesto sus primeros dibujos en La Paz, invitado por el escritor Gustavo Medinacelli— e inició la construcción del camino profesional que siempre quiso desarrollar: la abogacía. Así, "con el pesar de mi padre y la alegría de mi madre", el recién egresado de Bellas Artes se inscribió en la Universidad Tomás Frías para estudiar Derecho.
"La vida sí que da curiosas vueltas", comenta con ironía el pintor de 77 años, mientras con dificultad acomoda una de sus obras en la sala de exhibiciones: la pintura que representó a Bolivia, en la década de los 60, en la Bienal de Sao Paulo (Brasil).
La frase no es gratuita y adquiere mayor relevancia en el inesperado giro que tomó la historia del entonces estudiante de leyes, de la mano del amor.

Artista o artista
En los años 50, el escritor oriental Ambrosio García, que cumplía en esa época cargos estatales, terminaba de culminar una de sus más importantes obras poéticas y buscaba un dibujante para que elaborara un retrato inspirado en aquel trabajo literario, que llevaba por título Romance de la esperanza.
Luego de varios intentos, García logró seducir a Alfredo Loaiza, quien luego de sus clases de leyes tomaba las calles potosinas en busca de una muchacha que le sirviera de modelo.
El dibujante encontró más que una musa... halló al amor.
"Ella tenía 13 años, unas sombras de tono café alrededor de sus ojos, el cabello crespo y una carita como un durazno... Simplemente perfecta para pintar", describe con emoción el artista y sus ojos parecen perderse en aquel recuerdo lejano.
Aquel día, luego de plasmar la figura de Alicia Bejarano en el lienzo, Loaiza, de 24 años, comenzó a cuestionar su vida y movido por sentimientos encontrados tomó varias decisiones que marcarían su destino de ahí en más.
Abandonó la carrera universitaria de Derecho, sacó de su maletín los libros de filosofía y pensamiento político, los cambió por publicaciones de arte contemporáneo y frecuentó el hogar de la joven chuquisaqueña que se convertiría en su esposa. "Esa relación me daba temor porque la diferencia de edad entre nosotros era escandalosa", señala Loaiza, que ese año encaminó sus pasos por los pasillos de la Academia de Bellas Artes de Potosí, esta vez como parte del plantel docente.
"El nuevo dilema era saber qué estilo de arte iba yo a seguir", explica el pintor de tierras altas que durante esa época desarrolló su obra bajo las tendencias plásticas de moda: el abstracto, el indigenismo, el expresionismo y el cubismo, entre otros.
Esos trabajos tuvieron gran resonancia en La Paz y catapultaron al artista en la esfera intelectual paceña, la que además de comprar sus obras pictóricas le ayudó a mostrar su trabajo fuera del país.
Comenzaron las exposiciones en Brasil, México y España, las entrevistas y las ventas masivas.
Entonces, "me di cuenta de que los adulos, la moda y el éxito comercial no me interesaban", confiesa Loaiza, que al recordar esos días de fugaz gloria se hunde en un profundo silencio.

Retorno a lo natural
No conforme con los estilos pictóricos desarrollados bajo el influjo de las modas mundiales, el artista boliviano se propuso retratar "aquellas cosas simples, pero bellas que nos rodean".
Así, Loaiza inició, a finales de los 60, un recorrido por los parajes campestres de Sucre y Potosí retratando en el caballete que perteneció a su padre los primeros paisajes con tendencias impresionistas y emulando la intensidad cromática, el empaste y la expresiva pincelada del pintor holandés Vincent Van Gogh, como explica la historiadora de arte Margarita Vila Da Vila.
"Di un paso atrás, pisé tierra firme y dejé de pensar en cuántos cuadros se vendían", comenta el homenajeado, que afirma que en ese período encontró un mundo más humano y el significado del 'arte por el arte'.
Los paisajes del sur del país, en especial de las localidades de Tarapaya y Villa Abecia, sirvieron de inspiración al hombre que munido de pinceles recogió la belleza natural de esos parajes para plasmarla en brochazos al óleo y tonalidades rosadas, azules, amarillas y anaranjadas.
Las críticas ante el denominado "retroceso" en el estilo de Loaiza no se dejaron esperar y, de pronto, su nombre comenzó a desaparecer de las listas de los cócteles intelectuales. Repentinamente, los apoyos a la difusión de su nuevo trabajo comenzaron a menguar.
"Dejé de tener éxito, pero encontré mi propio camino", concluye el ex docente de Arte, cuyos trabajos cuelgan en salas de exposición europeas.
"Los pintores abstractos piensan que la naturaleza es poca cosa y despectivamente me encasillan como ‘paisajista’", comenta el pintor potosino, que se anima a retar a sus retractores a representar la naturaleza bajo la complicada técnica del óleo.
Hoy, la curiosa casa azul que vio nacer a Alfredo Loaiza es sólo un recuerdo. El artista, jubilado de la docencia en la Academia de Bellas Artes de Potosí, después de 25 años de cátedra, continúa recorriendo los paisajes sureños en busca de inspiración para sus nuevos trabajos, ahora desarrollados en tinta sobre papel.
"Creo que la pintura debe levantar la moral del boliviano, mostrar los hechos fundamentales de su historia, pero sin caer en la propaganda", sentencia. Y adelanta que su nuevo proyecto será retratar la visita del inca Huayna Kapac, en el siglo XVI, a su palacete construido en las legendarias tierras de Potosí.

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