martes, agosto 24

Amor, lo confieso: te engaño con un par de reinas

De vicioso y adicto no me bajan últimamente. Y es que debo confesar que el bichito del poker se ha incrustado en mis huesos como el reumatismo lo hizo en los cansinos cuerpos de todos mis antepasados. Noche a noche me desconecto del mundo para entregarme a la dictadura de las cartas en alguno de los locales en La Paz que ofrecen torneos de texas hold’em. Mi esposa asegura que ya soy un caso perdido y que un día de estos terminaré apostándola a ella en la mesa de juego (tal idea, debo decir, no me desagrada en algunas ocasiones).
Me seduce el aurea clandestina que emana de este juego y los seres que la habitan. Después de todo, a diferencia de otros países de la región, en Bolivia el poker es visto con mucho recelo, debido a la poca tradición en los juegos de cartas y la mala fama de los dueños de los casinos. Decir que uno es cultor de esta actividad es como presentarse como artista de rock ante el padre de tu novia.
Practico el poker hace un año, lo que me convierte en un simple amateur que está pagando su derecho de piso. Ser considerado un profesional requiere de años de práctica. Y una vez en ese Olimpo, el resto es una pipoca.
Me fascina, ante todo, como en una mesa de poker se resume una sociedad; en este caso, la boliviana. Allí está Sergio, el exitoso empresario que ostenta sus cadenas de oro y una billetera saludable y que se toma su tiempo para elaborar estrategias de juego que lo lleven a la cima. A su lado, Carlos, el dirigente estudiantil de tendencia trotskista que periódicamente organiza marchas en contra del capitalismo y que no teme pagar cualquier apuesta, aunque esto lo lleve a abandonar la mesa del torneo de forma rápida y violenta. A mi derecha se sienta Manuel, el político en ciernes que no deja pasar ninguna ocasión para blefear (mentir) sus juegos, por más malos que estos sean. Y casi siempre, hay que decir, sale victorioso. A su lado, Roxana, la viuda cincuentona que no encuentra mejor forma de gastar la pensión de su difunto que reiceando (apostando) cada vez que tiene un buen par de cartas en la mano. A ella, sin embargo, no le interesa ganar; tiene una urgencia mayor, matar su soledad. Y, claro, allí estoy yo, el que cuenta sus historias a través de notas periodísticas y que sueña con algún día salir de la pobreza ganado un torneo de poker en Las Vegas.
Pero las diferencias que acabo de mencionar se quedan afuera de las puertas del local. Aquí, en la mesa del torneo, los 10 jugadores están despojados de cualquier ventaja o desventaja social. No hay diferencias que valgan. Todos ingresamos con la misma cantidad de fichas y las mismas posibilidades de salir victoriosos o de salir derrotados. ¿Acaso no sería lindo que la vida sea así de sencilla? Lamentablemente no es así.
Pese a lo que se cree, el poker es un juego de estrategias; la suerte y el azar en las mesas de juego son demasiado pasajeros y escurridizos. Y como todo en la vida, aquí hay que pensar para ganar, dominar la mente de tu oponente para derrotarlo. En definitiva, no interesa mucho las cartas que tenga tu oponente, sino las que tú le hagas creer a él que tienes en tus manos.
Y, bueno, tanto hablar de poker ya me encendió al bichito. Los dejo, porque tengo una cita con un par de reinas (Q, Q).

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