Hablé hace poco de la tan estúpida como peligrosa manía de nuestra época de enmendar el pasado, o, en el mejor de los casos, de juzgarlo conforme a nuestros criterios y conocimientos actuales y mirarlo con condescendencia, pensando: "Qué tonta era la gente antes, o qué ignorante, o qué bruta, o qué injusta", dando por sentado, además -en mi opinión sin base-, que nuestro tiempo no es injusto ni bruto ni ignorante ni tonto, o que lo es menos que cualquier otro anterior. Estaría por ver, y si uno echa un vistazo a la historia se encuentra a menudo con periodos que fueron infinitamente más bárbaros y primitivos que los que los precedieron. Nadie parece tenerlo en cuenta ni aplicarse la lección: la soberbia del presente es siempre de tal calibre que casi ningún individuo que viva en él puede admitir que la suya sea una época de decadencia o instalada en el error. Todo presente cree saber más que cualquier pasado -así es en la ciencia, pero en nada más- y poseer mayores "dosis" de verdad, como si el camino hacia ésta fuera siempre rectilíneo y dependiera tan sólo del avance de los días, los años y los siglos. Visto en perspectiva ese convencimiento, resulta tan absurdo como pensar que en Alemania se estaba más en lo cierto, en la razón, en lo verdadero y lo recto en 1936 que en 1926, por poner un ejemplo fácil. O que en España todo era mejor en 1948, en plena dictadura franquista, que en 1932, simplemente porque 1948 fue posterior.
Probablemente el primer tramo del siglo XXI será visto algún día como un periodo de particular ceguera, arrogancia y fatuidad. Hace poco hablé, ya digo, de las ínfulas de quienes se permiten suprimir de los textos de Mark Twain las palabras que hoy consideran "inconvenientes", o de las consejerías andaluzas que deciden eliminar la legendaria frase de la madre de Boabdil ("No llores como mujer, etc") porque menoscaba, según ellas, a todo el sexo femenino. Pero la plaga de engreimiento -es engreimiento y soberbia enmendarles la plana a los muertos, tachar lo que otros escribieron, modificar y falsear los hechos para adecuarlos a nuestro gusto- va mucho más lejos, y alcanza cotas ilusas para mí casi inconcebibles.
Texto de José Marías, completo en EL PAÍS
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