Hay profesiones que no suscitan respeto. No digo que no lo merezcan. Digo que no lo suscitan. Escribir es una de ellas. Periodistas y escritores no suscitamos respeto.
Cierto humorista a quien llamaré Alfonso narraba de qué manera su mujer irrespetaba su trabajo. Como buen free lancer —eufemismo que designa al periodista que, por carecer de ingresos fijos, se ve obligado a rellenar cuartillas o pantallas a destajo—, Alfonso escribía a todas horas. Mejor dicho, a las horas en que su mujer se lo permitía, porque ella, que por lo demás es una persona encantadora, cada vez que entraba una llamada telefónica para el agobiado columnista producía el siguiente diálogo: —¿Necesitas a Alfonso? Ya mismo te lo pongo al aparato. En absoluto, no te preocupes. No, no está trabajando, sólo está escribiendo. Y lo ponía al aparato. Y al hacerlo, se le derrumbaba a Alfonso ese frágil duende llamado inspiración o musa, y el hilo del artículo se rompía sin remedio.
Lo mismo me ocurre a mí. Como no uso uniforme, ni acudo a un despacho alfombrado en el centro de la ciudad, en mi casa creen que cuando escribo —es decir: 20 de las 24 horas del día— es que estoy divirtiéndome o practicando un simpático hobby. Por eso me pasan llamadas, me interrumpen con preguntas absurdas, me obligan a abrir el portón y me piden que baje un tarro al que podrían llegar con ayuda del taburete.
Algo peor ocurre con la siesta. En mi casa al acto de escribir no lo ven como un oficio sino como un pasatiempo. Pero a la siesta la consideran el colmo del vicio: una conducta digna de vagos, de sinvergüenzas, un gesto escandaloso de dejadez, una provocación, un ejemplo procaz de irresponsabilidad, una disipación inexcusable, una impudicia, una degeneración aberrante, un pecado capital, un desenfreno, un recurso de depravados, una lacra que socava y mancha los valores tradicionales de la familia, una bomba de tiempo que terminará por demoler los cimientos de la ética occidental.
Alego a mi favor que la siesta corruptora en que me empeño con afán perdulario cada tarde es un breve sueño de diez minutos tras el último sorbo del café del almuerzo; una mínima reparación para quien, como yo, sólo duerme tres horas diarias porque el pasatiempo de escribir le impide quedarse más tiempo en cama.
Pues bien: esos diez minutos son fuente de toda suerte de críticas y acusaciones hogareñas. O lo eran, porque acabo de encontrar el documento que me redimirá y mostrará que acudo a la siesta por imperativo de salud. Se trata de un estudio de la revista española Vigilia Sueño, publicada por una asociación científica, donde se afirma que “la siesta es una necesidad biológica con la que no se puede jugar”.
¡Ínclitos varones y mujeres bienhechores que se dedican a ayudar a nuestra pobre humanidad agobiada y doliente! El informe agrega que “quien practica la siesta aumenta notablemente las funciones cognitivas, la concentración, la memoria y mejora el humor”. Y pone ejemplos de famosos echadores de siesta como Leonardo da Vinci, Thomas Alva Edison, Johannes Brahams, Napoleón, Winston Churchill, John F. Kennedy, Salvador Dalí, Joan Manuel Serrat. Yo no aparezco, porque la lista parece hecha por mi mujer. No figura en ella ningún escritor o periodista. Sólo personas que trabajan.
Lo más interesante es que el artículo recomienda que la siesta sea corta: “no más de 30 ó 60 minutos”, señala una distinguida y sabia doctora graduada en la materia. 30 ó 60 minutos. Esto significa que cada día de los últimos cuarenta años me privaron de unos 40 minutos claves para mi salud. Mal hechas las cuentas, me deben cuatro horas semanales de sueño, dos días por trimestre, ocho por año, más de diez meses en total. Debo recuperarlos para defender mi salud. De modo que en este momento exacto, obligado por la medicina, suspendo mi pasatiempo de escribir y me sumerjo en una larga siesta.
Que me despierten en septiembre.
* Daniel Samper Pizano, publicado en La Razón
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