domingo, mayo 1

CON LOS ZAPATOS DISPARES

¿Los dos del mismo color, jefe?

Claro.

¿Seguro estás?

La vocecilla del lustrabotas de la avenida Mariscal Santa Cruz ya comenzaba a irritarme. ¿Qué clase de profesional del brillo del calzado podría ser este, que sugería pintar cada uno de mis zapatos de distinto color?

Ya estaba por lanzarle una puteada, cuando con tono burlón me lanzó la cruda revelación.

Es que, fijate haber joven...; ¡distintos son, pues!

Colérico, deslice la vista hasta mis pies. Y, efectivamente, los zapatos eran diferentes. El izquierdo era casi rojizo, el derecho tirando a café; uno con hebilla y el otro, con cordel.

¡Ay, mierda! Es que…, bueno; jajaja

No me quedó más que sumar una risita boba de vergüenza a la descarnada carcajada del limpiabotas de marras, que ya había contagiado a sus compañeros lustras y, por añadidura, a sus clientes. En cuestión de segundos todas las miradas del mundo se apiñaron en mis heterogéneos calzados. Y pronto el coro de risitas tomó una melodía uniforme -casi diabólica- que me estremeció. De este averno no había salida.

Chistoso vas a andar; ¿no ve, jefe?

Al final, el lustra terminó cobrándome el doble, dizque porque había utilizado dos todos distintos para cumplir con su misión. Ni modo, me dije; por lo menos lucen como nuevos, lo que en sí ya era una hazaña.  Encaminé mis burlescos pasos por las calles del centro paceño hacía mi flamante pega; nadie recayó en su disparidad.
No es que la gente anda por la vida observando los zapatos de los demás, me conforté, mientras trataba de estabilizar mi andar. Y entonces decidí que no me cambiaría de calzados durante todo el día. Al mediodía llegué a casa, donde mi despiste mañanero provocó el júbilo de mis dos wawas. La mayor me sacó una foto.

¿No te vas a cambiar?

No tiene sentido andar por la calle con un zapato reluciente y con el otro opaco, ¿no ve?

A las 14.00 salimos los tres rumbo al centro. En la oficina de Impuestos Internos –que estaba atestada de gente- solo un niño de unos cuatro años, que se paró frente de mi asiento, reconoció mi traspié. Miraba absorto mis zapatos, luego mi cara; luego mis zapatos, luego mi cara… Y claro, recordé que no existe nada más incómodo en esta vida que el ser escrutado por la inquisidora contemplación de un niño, en especial cuando reconoces en su mirada su cruel veredicto. Ya comenzaba a sudar. Requería de medidas extremas. Le saqué la lengua. Entonces frunció el ceño y corrió despavorido hacia su mamá.
En todo caso, fue el único incidente del día de relevancia para mis zapatos. Fueron mis pies, ya en la noche, los únicos que expresaron, a través de un sutil dolor, los efectos de haber estado andando con pisadas disparejas.

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