lunes, enero 10

Bermeo, el Macondo boliviano

La espina de una planta salvó a Bermeo de terminar como un pueblo fantasma. Corrían los años 60 cuando un repentino éxodo de los habitantes de esta comunidad beniana, enclavada en el municipio de San Ignacio de Moxos, casi termina por borrarla del mapa. Hasta que una afilada astilla se introdujo en la pierna de la madre de Enrique Matareco, minutos después de que su familia hubo iniciado el camino hacia la emigración.
“No hay duda de que fue un anuncio de la Virgen Begoña. Fue una señal para que no dejemos nuestro hogar. Así nos lo anunció mi madre y entonces todos decidimos volver nuestros pasos. Nos siguieron otros vecinos del lugar, que también se estaban marchando fuera”, narra Enrique.
Relatos como éste surgen de los labios de los habitantes de Bermeo. Y al escucharlos es casi inevitable el compararlos con las narraciones que caracterizan al realismo mágico —estilo propio de la literatura latinoamericana durante la segunda mitad del siglo XX—, cuya capital indiscutible es Macondo, el pueblo que anida a personajes y a hechos fantásticos que dan vida a la obra Cien años de soledad, escrita por el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.
Los Matareco de Bermeo —que son la mayoría en la comunidad— pueden ser fácilmente equiparados con los Buendía de Macondo. Allí está Enrique, por ejemplo, quien asegura que terminará su vida soltero, al igual que Amaranta en la novela.
Con 63 años, este beniano es —lo aseguran sus vecinas— uno de los solteros más cotizados del pueblo moxeño. En una comunidad donde todos los hombres tienen al menos tres hijos, Matareco rompe esta tradición. Habita solo en su chacra y su cotidianidad la divide entre el trabajo agrícola y la iglesia de Bermeo. Enrique es lo que en la estructura católica se denomina un animador religioso, un laico que se encarga de dirigir la misa dominical.
Desde que se dedica a la cosecha sostenible de cacao —gracias al trabajo de capacitación del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca)—, sus ingresos han crecido, al igual que su fama entre las damas y sus responsabilidades. “Ahora me han nombrado padrino de cigarros”, dice.
Lo único que llega a turbar la soledad de Matareco es el esporádico rugir nocturno de los llamados ‘tigregente’.
“Aquí los brujos se convierten en animales y por eso se los llama ‘tigregente’. Esperanza Cita era famosa. A la medianoche se convertía en tigre. Una vez la hemos correteado con escopeta de salón. No sabíamos que era ella, pero se estaba comiendo las gallinas. Una bala la hirió y luego escapó. Nunca más la hemos vuelto a ver”, narra Luis Matareco, corregidor de Bermeo.
La transformación del humano en animal se realiza —aseguran— con un ritual ancestral. “Van al monte, se desnudan y orinan. Luego deben revolcarse en ese mismo suelo para ser un ‘tigregente’”.
Tres ‘campanazos’ obligan a finalizar el relato de la autoridad. En realidad, ‘campanazos’ es sólo un decir. Se trata del sonido que emite el golpeteo, con un hierro, de una hélice de un avión siniestrado, que los habitantes de Bermeo han colgado en un árbol que está en el centro de la comunidad. Un toque seguido les alerta sobre alguna emergencia, mientras que el trío de repiques anuncia una asamblea general.
Uno de los primeros en atender la cita es Manuel Bejarano. Detrás de él, su mascota: Carlos, una oveja de pelo de un mes de edad que se alimenta con leche de vaca. “Viera usted que su mamá, su papá y sus hermanos mayores son blanquingos. Pero éste les salió negro, no lo querían. Su madre se negaba a darle leche. Con hambre se acercaba el pobre a las vacas y éstas también lo echaban. Así que mi esposa lo adoptó y le puso el nombre de Carlos. Primero le dimos leche en polvo, pero le hizo daño; ahora le damos la leche de vaca”, explica.
Texto: J.B. Fragmento de la nota publicada en Escape

1 comentario:

Anónimo dijo...

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